¿A quién sorprende el alcance de la corrupción?
En el último mes, se han conocido varios escándalos que ilustran sobre el carácter generalizado de la corrupción: el uso fraudulento de más de 15 millones de euros por los consejeros de Caja Madrid que utilizaban tarjetas opacas de la entidad, y la “Operación Púnica” en la que están implicados de momento alcaldes y conocidos cargos del PP y del PSOE.
Todos los dirigentes políticos del régimen se han apresurado a expresar su asombro y pesar ante tanta desvergüenza, cuyo conocimiento coincide en el tiempo con el de datos estremecedores sobre la situación insostenible de millones de familias trabajadoras (el 25% de los niños españoles, por ejemplo, viven por debajo del umbral de la pobreza y un porcentaje parecido padece algún tipo de desnutrición). Pero el escándalo de las “tarjetas B” es una pequeña muestra de un sistema mucho más extendido, Caja Madrid es una más de quién sabe cuántas tramas mafiosas: quizás algún día lleguemos a saber, por ejemplo, qué pasó en Caja Sur, controlada por la jerarquía católica y que fue la primera en ser “rescatada” con dinero público, o en la CAM, etc; más dudoso es que sepamos las razones por las que se archivaron las querellas interpuestas contra Emilio Botín, por ejemplo, tras la intervención, entre otros, de Teresa Fernández de la Vega, o…
A estas alturas, ¿a quién puede sorprender el alcance de las corruptelas?, ¿nadie sabía del cobro de comisiones ilegales en las instituciones de la España borbónica? No hace tantos años estalló un escándalo en el Parlament catalán cuando uno de sus más ilustres miembros se defendió de acusaciones parecidas, reconociendo que era normal el cobro de comisiones (curiosamente habló del 3% como norma, igual que ahora) con las que se financiaban elecciones y se lograban apoyos y compromisos para mantener el consenso.
No, una mayoría sabía que el entramado político e institucional del régimen se ha lubricado con dinero procedente de comisiones ilegales. Una
mayoría sabía que la política económica de todos estos años, que ha enriquecido a las grandes empresas, se ha sostenido sobre la íntima relación entre los dirigentes de las fuerzas del régimen y los grandes empresarios y especuladores. Siempre ha sido evidente que la corrupción es consustancial al continuismo borbónico y alcanza directamente a sus principales instituciones, empezando por la Casa Real (qué ¿paradójico? resulta estos días el ruido sobre la corrupción en Caja Madrid, en contraste con el silencio sobre las andanzas de Juan Carlos I o el caso Noos).
Sin ir más lejos, nada menos que el actual ministro de Economía, Luis de Guindos, fue miembro del Consejo Asesor en Europa y director para España y Portugal de Lehman Brothers, la empresa financiera cuya quiebra fraudulenta inauguró oficialmente la actual crisis; el ministro de
Defensa fue consejero y representante de Instalaza S.A, una empresa de producción de armas prohibidas… Felipe González, Zaplana, Rato, etc., etc., la lista de políticos relacionados directamente con las grandes empresas y entidades financieras se haría demasiado larga. Lo mismo que la lista de grandes grupos que han accedido a jugosos contratos con la administración para gestionar servicios públicos o se han hecho con lucrativos servicios privatizados. Y en esto (como en todo) el interés de clase ha transcendido las barreras nacionalistas y podemos encontrar personajes como Josu Jon Imaz (ex presidente del PNV) ligados a grandes empresas como Repsol, de cuya filial Petronor es Presidente, al igual
que de la Asociación Española de Operadores de Productos Petrolíferos (AOP).
En el ámbito sindical, los oportunistas que han dirigido los grandes sindicatos de masas, CCOO y UGT, durante los últimos años, quienes han
comprometido activamente al sindicalismo en una constante política de sumisión y paz social, quienes se han empeñado en un diálogo social que solo ha existido en la medida y hasta donde le ha interesado a la patronal y al gobierno de turno, han podido hacer su corte de brazos de madera para ganar congresos o reprimir a los sindicalistas de clase, a fuerza de dinero; o “dejando hacer” a cuatro ganapanes sin escrúpulos que vendieron así su fidelidad al aparato oficialista.
Y es precisamente ese el problema: la corrupción en el ámbito sindical (también en el político) está ligada con un determinado modelo político,
una determinada estructura administrativa y judicial que la propicia para asegurar (hasta donde ha sido posible) la paz social. La práctica del amiguismo, el compadreo, la compra de voluntades, boyante ya en el franquismo, es una de las características de la política en nuestro país, que ha permitido a la derecha controlar las instituciones y a un puñado de oportunistas mantener su dominio en las organizaciones de izquierda y someter a estas a los dictados del consenso tan querido para los implicados en la transición.
¿Por qué ahora?
La pregunta es esa: ¿Por qué ahora? Hace unas semanas, pasaba prácticamente desapercibida para los medios de comunicación la condena a 17 años de inhabilitación profesional del juez Elpidio Silva, quien ha sido el único que se atrevió a enviar a la cárcel al más que presunto corrupto Miguel Blesa, expresidente de Caja Madrid, muñidor de la trama de las preferentes que ha arruinado a miles de familias trabajadoras y dirigente de una red de corruptelas de la que probablemente solo terminemos conociendo la sombra. Y, sin embargo, ahora, una acción judicial pone en marcha un proceso en el que están implicados muchos de los nombres más conocidos de la política de los últimos años.
¿Por qué ahora? Señalemos a grandes trazos la situación: el régimen se descompone a ojos vista, el gobierno del PP está amortizado… Necesitan un cortafuego para evitar que el incendio llegue al centro del régimen. Por eso, consciente del peligro de estallido social, el régimen intenta cerrar en falso su crisis, centrando en esta cuestión el problema real, que no es otro que su propia naturaleza antisocial de la que la corrupción generalizada es causa y consecuencia a un tiempo. Se centra así la cuestión en un grupo de canallas, obviando el entramado de captación de sobornos, el caciquismo, la sumisión del aparato de Estado a los intereses de un puñado de grandes empresas y especuladores. Todo con tal de salvar el culo de los principales responsables del régimen surgido del pacto con los franquistas.
Lo dijimos en su día, cuando el gobierno Rajoy comenzaba con la reforma laboral su política de recortes: la propia brutalidad de las medidas y
su rápida sucesión pretendía generar un estado de shock que dificultara la reacción de la clase trabajadora o desviarla hacia la respuesta concreta a un cúmulo de medidas que se sucedían sin tregua, para eludir la respuesta general política.
Ahora pueden estar intentando algo parecido, para desviar la cuestión y la solución del aspecto principal: la imperiosa necesidad de unir a la izquierda para superarlo; crean así una sensación de impotencia, de inoperancia de la lucha política; todo se centra en cambiar los actores de la farsa, manteniendo el mismo guión del consenso interclasista, de aceptación del sistema y sus desmanes como mal evitable con un mayor control de “los políticos”.
Hay muchos intereses en juego y medios muy importantes que trabajan por desarrollar esta segunda transición, cerrando en falso una crisis que podría ser definitiva para el régimen. De momento, han conseguido que gran parte de la izquierda se pierda con el ruido del ciudadanismo, de la reivindicación aislada y dispersa; en el rechazo a la organización y a la política; en el formalismo de una pretendida regeneración (imposible sin un cambio de raíz), del consenso por encima de las clases, etc.
La conclusión, evidente: para acabar con la corrupción se necesita, en primer lugar, un cambio político radical que empieza por poner fin al régimen monárquico.