Agustin Bagauda
Cuando se escribe este artículo son 23.500 los fallecidos por coronavirus y 210.000 los infectados, de los cuales el 20 % son trabajadores de la sanidad, la tasa mundial más alta, que obedece fundamentalmente a la falta, desde un principio, de equipos y material necesarios de protección.
Antes de la crisis sanitaria, el Gobierno “no teníamos un plan de qué hacer en una pandemia” (Pedro Duque, elpais.com, 23 de abril). Tampoco los anteriores, a pesar de que los expertos llevan años alertando al respecto. Un plan que hubiera limitado el alcance de la crisis, sobre todo en cuanto al número de afectados y fallecidos.
Número que también sería menor si gobiernos y parlamentos no hubiesen desmantelado la sanidad pública y privatizado, si hubiera profesionales, instalaciones, equipamientos y material suficientes; si residencias de ancianos y geriátricos fueran públicos; si la industria farmacéutica y sanitaria estuvieran en manos del estado. Y es que algo tan preciado como la salud no se puede dejar en manos de la llamada iniciativa privada que busca la ganancia por encima de cualquier otra consideración.
Es la misma iniciativa privada que en forma de bancos, funerarias y empresas de productos sanitarios, aprovechando vilmente la desgracia social, intentan sacar tajada mediante abusos, la misma de esos fondos de inversión que, cual carroñeros, quieren aumentar el precio del alquiler (“El fondo Lazora plantea subidas del 40 %…”, diario.es, 24 abril).
Las fuerzas de la reacción, sociales y políticas, están aprovechando, como buenos buitres que son, la calamidad de la pandemia para sacar rédito político y dividir y debilitar al Gobierno de coalición, para, llegado el momento darlo la puntilla final, al menos en su configuración actual, y establecer otro ad hoc que sirva sin cortapisas, complejos ni ambigüedades los intereses del capital en medio de esta profunda recesión en la que nos adentramos.
En 2009, el capital, alarmado, decía por boca Sarkozy aquello de que había que “refundar el capitalismo”; ahora, uno de sus voceros franceses, Le Monde (2 de abril), hacía un llamamiento a los capitalistas a dejar de serlo temporalmente si querían seguir siéndolo: “Frente a la pandemia del Covid-19, los dividendos pueden esperar”, era el titular. Y la pequeña burguesía, a coro, insiste obstinadamente, como entonces, sin aprender la lección, en reformar lo irreformable, en dar un rostro amable, humano, al capitalismo.
En poco más de un mes hay unos dos millones de trabajadores afectados por ERTEs (confinados con la incertidumbre de su futuro inmediato), muchos de los que están activos, también jornaleros del campo, lo hacen sin protección, miles de autónomos no pueden hacer frente al pago del local y otros gastos por el cierre del negocio, miles de inquilinos son empujados a una huelga de impago por carecer de dinero para el alquiler de la vivienda, familias echadas a la calle en medio del Estado de Alarma,…
El Banco de España estima, para este año, un desplome del PIB de entre el 8 y el 13 %, una tasa de paro del 20 %, un déficit público del 7%-11% y una deuda del 110%-122% del PIB (sin contar las medidas de gasto público aprobadas por el Gobierno). Llueve sobre mojado. El desempleo, la precariedad y los salarios de hambre, que se han cronificado con la anterior crisis, se extenderán con la presente, como lo harán la pobreza y el hambre, que atenaza ya a muchos. “Las colas del hambre y la pobreza inician su escalada en Madrid. `Cada día viene más gente nueva’”, rezaba un titular (elpais.com, 24 de abril), y es solo “la punta del iceberg” de la emergencia social que vendrá en los próximos meses (diario.es, 24 de abril).
Las convulsiones sociales, la conflictividad laboral y social, en definitiva, la agudización de la lucha de clases está servida.
Las medidas del Gobierno pueden mitigar algo estos problemas pero en modo alguno los resolverá porque son coyunturales, superficiales, cuando estos responden a una causa estructural, que requiere soluciones y cambios estructurales, profundos, ajenos a la naturaleza de cuantos gobiernos se muevan en el marco de poder de la oligarquía financiera española. Solo medidas y políticas que vayan en la línea del Programa de 10 puntos que lanzó el PCE (m-l) podrán hacer frente con eficacia a estos problemas económicos y sociales y dar satisfacción a las necesidades vitales de las clases trabajadoras. Medidas que deben ser levantadas, por ellas y sus organizaciones, como bandera de unidad y lucha contra el capital y su monarquía.
En este contexto, desde que fue decretado el Estado de Alarma, el Gobierno y su Presidente han hecho un llamamiento constante a la “unidad nacional”, porque “el virus no entiende de ideologías”. El mismo Jefe del E. M. de la G. Civil se atrevía a declarar que “Lo primero son las personas, no hay ideologías”.
Preocupados por la futura conflictividad social, intentan desactivar la lucha de clases, amortiguar, enterrar, el sentimiento y conciencia de clase y promover una lucha interclasista (juntos explotadores y explotados, opresores y oprimidos, verdugos y víctimas) porque, dicen, estamos ante una “guerra” de todos, sin distinción de clase social ni ideologías, contra el COVID-19. “El virus no entiende de ideologías”, mas, como hemos visto arriba, las ideologías sí entienden de virus, y, a mayores, a nadie se le escapa que éste afecta en mayor o menor medida según la clase social a la que pertenezcas.
El mismo confinamiento, por ejemplo, no es igual para los ricos, que se van al campo, a sus segundas residencias o haciendas, huyendo de la pandemia, o viven en palacios, palacetes y mansiones, que para las familias trabajadoras que tienen que pasarlo en viviendas que “carecen de ventilación e iluminación natural, salubridad, accesibilidad y confort. Muchas no tienen terraza (...) o son interiores. Las hay que van tan justas de metros cuadrados que se hace difícil encontrar un rincón en el que teletrabajar [, estudiar] y hacer algo de deporte. Así viven,…, millones de españoles” (“Las vergüenzas de los pisos españoles quedan al descubierto”, elpais.com, 25 de abril). Tampoco ese confinamiento lo vive igual un trabajador que está sin empleo o en un ERTE, lleno de ansiedad y preocupación, que un burgués, libre de ellas.
Lamentable, pero no sorprendentemente, también los ciudadanistas (no solo en el Gobierno) levantan esa bandera. JC Monedero (tuit de 27 de marzo) escribía: “Se reía la jauría mediática de Podemos. ¡Para qué queréis el Ministerio de Trabajo! Pues para que ni trabajadores ni empresarios decentes paguen nunca más por los empresarios sinvergüenzas. Los que cotizaban a la Gürtel, la Púnica o a Villarejo y tenían barra libre, fuera”.
Los llamamientos a la “unidad nacional” son propaganda hipócrita que debemos desenmascarar. Necesitamos unidad, sí, pero no esa, sino de clase.
Asistimos, también, a una militarización de la sociedad, con la presencia permanente de militares y policía en las calles, con unos medios de comunicación, entregados, que solo hablan de ellos para ensalzar su labor, con la contumaz participación de los jefes de la Policía, Guardia Civil y Ejército en las ruedas de prensa, cuyo lenguaje es obscenamente bélico (también lo utiliza el Gobierno), abriendo sus intervenciones con un “sin novedad en el frente”, con declaraciones que hablan de “estado de guerra”, de “enemigo”, que califican a los ciudadanos como “soldados”, a los sanitarios “soldados de primera línea” y siempre tienen la “disciplina” en la boca.
Señalaba R. Lobo, acertadamente, que este “abuso del leguaje militar” “desvía la atención sobre” la “responsabilidad en el estallido y la gestión de la pandemia”, “Es un insulto para millones de personas que padecen la verdadera guerra”, “nos distrae de exigir responsabilidad a los que consideraron la salud pública como un gasto, no como una inversión” y “permite reclamar los mayores sacrificios, incluso la pérdida de libertad individual” (elpaís.com, 3 de abril).
En este sentido, las medidas de confinamiento establecidas están limitando, como es lógico, la expresión del descontento, pero es que todo apunta a que el Régimen intentará aprovechar la coyuntura para limitar en el futuro las manifestaciones y otras expresiones políticas colectivas, que se van a dar con toda seguridad, y ejercer un control reaccionario.
“Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid”, el estado no solo persigue los bulos, también las críticas al gobierno, a las instituciones y a la policía, porque intenta “minimizar el clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno” (J. E. M. de la G. Civil). Grande-Marlaska pergeñaba un oxímoron cuando afirmaba que el Gobierno monitoriza las redes "con el fin de comprobar algunos discursos que pueden ser peligrosos o delictivos" al tiempo que señalaba que la crítica "es la base del Estado de Derecho".
Nos están acostumbrando a ver cercenados las libertades de movimiento, reunión y manifestación, a ver con normalidad la presencia de la policía y militares como salvaguardas de esa falta de libertad, a ver como normales, justas y adecuadas la arbitrariedad y violencia policial, amparadas por una Ley Mordaza que debiera haberse derogado hace meses. Están construyendo una especie de panóptico social, donde nos autocontrolemos y vigilemos al otro.
Al igual que en nombre de los “derechos humanos”, de la “democracia”, la “paz” y la “lucha contra el terrorismo” el imperialismo comete todo tipo de tropelías, superada la crisis sanitaria podemos encontrarnos con un escenario en el que, en nombre de la “lucha contra el coronavirus”, de la “seguridad y la salud pública”, se cercenen aún más derechos democráticos elementales y aumente la represión del Estado.
Esta probable deriva antidemocrática traerá unas condiciones políticas que le ayudarían a sobrellevar un escenario de turbulencia y lucha social, a dar una vuelta de tuerca a las clases trabajadoras e imponer el programa de la clase dominante para salir de la nueva crisis económica.